Redes en el nanomundo
Carlos Briones, Susanna C. Manrubia y José Ángel Martín-Gago
Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), Madrid
(fragmento de Atrapados en la red: nanomundo, vida sociedad)
Cuando observamos el mundo que nos rodea percibimos que tanto la materia inorgánica como la orgánica, los materiales inertes y los seres vivos, se caracterizan por la capacidad para autoorganizarse formando estructuras y redes ordenadas. Los átomos disponen sus electrones en torno a ellos de manera precisa, los minerales y los sistemas cristalinos organizan sus átomos de forma rigurosa, las moléculas se ajustan o ensamblan entre sí coordinadamente para construir estructuras más complejas… Esta obstinación de la naturaleza por organizarse ha llamado la atención de los investigadores que han intentado encontrar el orden oculto en multitud de sistemas y procesos para así comprender mejor cuáles son los mecanismos y leyes fundamentales que gobiernan estas redes de organización en todas las escalas de longitud.
Obviamente, para que se formen estructuras ordenadas un electrón, un átomo o una molécula deben reconocer a otros semejantes y, mediante algún tipo de fuerza, lograr que se comporten de una manera determinada. Hoy sabemos que las interacciones o fuerzas que dominan los procesos naturales son de cuatro tipos. Las dos primeras sólo se aprecian a distancias muy pequeñas, menores que el tamaño de los núcleos atómicos (del orden del femtometro, es decir, una billonésima de milímetro): la interacción nuclear fuerte es la responsable de que los constituyentes del núcleo atómico (protones y neutrones) se mantengan unidos; por su parte, la fuerza nuclear débil tiene que ver con las interacciones entre las partículas que constituyen los protones y neutrones (denominadas quarks) y permite ciertos tipos de radiactividad natural.
A diferencia de ellas, las otras dos fuerzas fundamentales son de largo alcance ya que sus efectos se aprecian a cualquier distancia, y tienen en teoría influencia hasta el infinito. Además, estas dos fuerzas resultan mucho más familiares para todos nosotros ya que son las que gobiernan los procesos que nuestros sentidos pueden percibir. La interacción gravitatoria, o gravedad, es la fuerza de atracción mutua que experimentan dos objetos en función de su masa, y es la responsable de los movimientos a gran escala del universo, por ejemplo de la organización de los planetas en torno al Sol. También es responsable de que “tengamos los pies sobre la tierra” y de que caigan las manzanas de los árboles. Por último, el electromagnetismo o fuerza electromagnética es la que domina el comportamiento de la materia en función de su carga eléctrica y puede ser de tipo atractivo (entre cargas de distinto signo como la del protón y la del electrón) o repulsivo (entre cargas del mismo signo). La interacción electromagnética está involucrada en las transformaciones físicas y químicas que sufren los átomos y las moléculas, y es la responsable de la formación de estructuras –y redes¬– entre ellos. Por lo tanto, en las dimensiones típicas de las moléculas (del orden del nanometro, es decir, una millonésima de milímetro) las interacciones electromagnéticas son las únicas que tienen efectos perceptibles. Dicho de otra forma, el electromagnetismo es la base de la química, el motor del nanomundo. Existen múltiples manifestaciones de esta fuerza en nuestra vida diaria (de hecho, nuestra vida es electromagnetismo): los objetos tienen color, hay alimentos que nos gustan y otros que no, nuestro coche o nuestro teléfono móvil funcionan… y cuando damos a alguien un apretón de manos éstas no se mezclan entre sí y no quedamos unidos para siempre a quien estamos saludando.
Así, instalada en el rango de dimensiones de las moléculas, y dominada por las interacciones electromagnéticas, la nanociencia ha surgido como el contexto experimental que está llamado a condicionar la relación entre el hombre y la materia en el siglo XXI. Derivadas de ella, la nanotecnología y la bionanotecnología son las herramientas interdisciplinares con las que en los laboratorios es posible coordinar átomos, moléculas inorgánicas o biomoléculas para construir estructuras superiores dotadas de determinadas funcionalidades, a semejanza de como se organizan los átomos en un cristal o de la forma en que un ser vivo ensambla moléculas simples para sintetizar otras más grandes y complejas. Así como la física fue la “ciencia estrella” de la primera mitad del siglo XX y la biología molecular la de su segunda mitad, la nanotecnología está llamada a gobernar el siglo que estamos comenzando. Todavía queda mucho que aprender de esta capacidad organizadora de la naturaleza para poder imitarla con precisión, pero sin duda estamos en el camino: la nanociencia de hoy será la nanotecnología del mañana.
Entre los nanoobjetos que ya han sido diseñados en los laboratorios, tal vez los más prometedores sean los nanotubos de carbono. Éstos se forman mediante el plegado de planos de átomos de carbono (unidos entre sí en una red hexagonal que nos recuerda a los panales de las abejas) para generar disposiciones tridimensionales. La red 2D pasa a ser una red 3D. Es como si la red de un pescador se plegase o enrollase sobre sí misma y a la vez redujese su tamaño mil millones de veces. Con ello se generan túneles de dimensiones nanométricas que nos pueden servir, entre otras aplicaciones, para transportar corriente o para almacenar moléculas en su interior.
La técnica que más ha contribuido al desarrollo de la nanotecnología se basa en la puesta a punto de los llamados “microscopios de campo cercano”, como el “microscopio de fuerzas atómicas” y el de “efecto túnel”. Estas nuevas y revolucionarias técnicas de microscopía derivan de propiedades cuánticas de la materia, es decir, de las leyes y comportamientos que rigen el mundo por debajo del nanómetro (en el que habitan los átomos, electrones, núcleos atómicos…). El mundo cuántico está gobernado por leyes diferentes a las que estamos acostumbrados en nuestro mundo cartesiano: lo que nuestra razón puede considerar absurdo y sin sentido (por ejemplo, que un objeto no esté en un lugar preciso, sino que se encuentre deslocalizado y tenga una cierta probabilidad de encontrarse en cualquiera de los lugares accesibles) describe a la perfección la organización entre átomos y dentro de ellos. Además de las particularidades del mundo cuántico, las nuevas técnicas de microscopía basadas en el efecto túnel han resultado tecnológicamente revolucionarias, y en la actualidad nos permiten algo con lo que los científicos han soñado durante al menos el último siglo: ver no sólo las moléculas sino incluso… ¡los átomos! Las microscopías de campo cercano se han llamado, con razón, “los ojos de la nanotecnología”. Pero además son sus manos, ya que el efecto túnel también nos permite actuar sobre las moléculas o los átomos, moverlos, manipularlos, ordenarlos, alterar las estructuras o las redes de interacciones electromagnéticas de las que forman parte. Las nuevas tecnologías nos permiten no sólo ver la red sino construir la red.